Oportunidad para todos
Escuchad, oh pueblo de mi iglesia, dice la voz de aquel que mora en las alturas, y cuyos ojos están sobre todos los hombres... Porque, en verdad, la voz del Señor se dirige a todo hombre...” (DyC 1:1-2).
Algunas veces nos olvidamos que cada persona es un hijo de nuestro Padre Celestial. Toda la gente --mi compañera, mis hijos, y los hombres y mujeres de todo el mundo-- son mis hermanos. Es importante que cada uno tenga la oportunidad de experimentar el progreso, las bendiciones, la salvación, exaltación y gozo que nuestro Divino Creador les tiene reservado.
Pero en este mundo, dicha oportunidad se le niega a muchos individuos. El siguiente relato, "Un cero en la nieve", fue escrito por Jean E. Mizer. La historia es verdadera, pero los nombres de los personajes y de la localidad han sido cambiados:
"Principió con una tragedia en una fría mañana de febrero. Como a menudo lo hacía en las mañanas nevadas al ir a la escuela, manejaba tras el ómnibus de Milford Corners, el cual viró deteniéndose de repente frente al hotel, cosa rara, que me molestó por tener que hacer yo también un alto inesperado. Un joven se lanzó del ómnibus, vaciló, tropezó y cayó entre la nieve de la curva. El chofer del ómnibus y yo llegamos hasta él al mismo tiempo..."
Su cara y de mejillas hundidas estaba blanca, del color de la nieve.
--Está muerto --susurró el chofer.
Por un minuto no dio señales de vida. Rápidamente me volví para ver las atemorizadas caras que nos miraban desde el ómnibus.
--¡Un doctor! ¡Rápido! Llamaré desde el hotel...
--Es inútil, le digo que está muerto --el chofer contemplaba el cuerpo inerte del muchacho-- Ni siquiera dijo que se sentía mal --musitó-- sólo me tocó el hombro y dijo en voz baja: “Lo siento. Tengo que bajarme en el hotel.” Eso es todo. lo dijo cortésmente y en tono de disculpa.
En la escuela, las risas y el alboroto fueron desapareciendo mientras la noticia corría por los pasillos. Al pasar frente a un grupo de muchachas, escuché a una de ellas murmurar:
--¿Quién fue? ¿Quién se murió?
--No sé como se llama; creo que es de Milford Corners --fue la respuesta.
“No conocí al muchacho”
Así era también en la facultad y en la oficina del director.
--Le agradecería que fuera a avisarles a los padres --me dijo el director-- No tienen teléfono y, de todas maneras, alguien de la escuela debe ir en persona. Yo daré la clase por usted.
--¿Por qué yo? --le pregunté-- ¿No sería mejor que usted lo hiciera?
--No conocí al muchacho --admitió el director resueltamente-- y el año pasado él se refirió a usted como su maestro favorito.
Por entre el frío y la nieve me dirigí en el auto hacia el hogar de los Evans y pensé en el muchacho, Cliff Evans. Pensé: “¡Su maestro favorito!” ¡En dos años no me dirigió ni una palabra! Bien me lo podía imaginar, sentado en el último pupitre en mi clase de literatura por la tarde. Había venido al aula por sí mismo y había salido de la misma manera.
--Cliff Evans --musité para mis adentros-- un muchacho que nunca hablaba-- Pensé por un minuto-- un muchacho que nunca sonreía; nunca lo vi reírse ni una sola vez.
La cocina de la gran hacienda estaba limpia y tibia. De alguna manera comuniqué las noticias. La Sra. Evans se dirigió hacia una silla.
--Nunca dijo que le doliera nada.
Su padrastro dijo roncamente:
--Nunca dijo nada de nada desde que yo vivo aquí.
La Sra. Evans empujó una sartén hacia la parte de atrás de la cocina y empezó a desatarse el delantal.
--Un momento --le gritó el esposo-- Tengo que desayunar antes de irme al pueblo. De todas maneras ya no podemos hacer nada. Si Cliff no hubiera sido tan tonto, nos hubiera dicho que no sentía bien. Descargar Articulo
0 comentarios