"El espíritu de la época" T.H. Monson D. Navidad 2009
Mis amados hermanos y hermanas, cuán agradecido me siento por estar con ustedes esta noche. Al igual que ustedes, los mensajes de los presidentes Eyring y Uchtdorf me han inspirado y edificado, al igual que la gloriosa música que nos han ofrecido el coro y la orquesta.
Hay mucha verdad en una frase de uno de nuestros himnos en inglés: “El tiempo vuela en las alas de un relámpago”. Otro año acaba de pasar volando trayéndonos una vez más a la época navideña.
Hace poco, recordando Navidades pasadas, me di cuenta de que probablemente no hay otra época del año que despierte tantos recuerdos conmovedores como la Navidad. Las Navidades que más recordamos, por lo general, tienen poco que ver con los bienes del mundo, y mucho que ver con la familia, el amor, la compasión y el cuidado. Esto da esperanza a aquellos de nosotros que tememos que el sencillo significado de esta época se diluya por el comercialismo o por la oposición de quienes tienen diferentes puntos de vista religiosos, o simplemente por la presión de estos días, que perdemos ese espíritu especial que de lo contrario podríamos disfrutar.
Para muchos, es muy común “sobrecargarse” durante esta época del año. Quizá queremos hacer demasiado para el tiempo y las energías que tenemos. Tal vez no tengamos dinero suficiente para todo aquello que sentimos que debemos comprar. A menudo, nuestras actividades en la Navidad terminan haciéndonos sentir estresados, abrumados y agotados durante una época en la que deberíamos sentir la sencilla alegría de conmemorar el nacimiento del Niño en Belén.
De todos modos, generalmente, el espíritu especial de la época de algún modo entra en nuestro corazón y en nuestra vida a pesar de las dificultades y distracciones que quizá ocupen nuestro tiempo y energía.
Hace muchos años, leí acerca de una experiencia del día de Navidad que ocurrió cuando miles de cansados viajeros estaban varados en el congestionado aeropuerto de Atlanta, Georgia. Una tormenta de hielo había retrasado terriblemente los vuelos que llevarían a esas personas a los lugares donde más deseaban estar para Navidad: muy probablemente, sus hogares.
Sucedió en diciembre de 1970. Al llegar la medianoche, pasajeros infelices se apiñaron en los mostradores de pasajes y, con ansiedad, consultaban a los empleados, cuya alegría hacía tiempo se había evaporado; ellos también querían estar en sus hogares. Unas pocas personas lograban adormecerse en asientos incómodos; otros iban a los quioscos para hojear en silencio los libros de tapa blanda.
Si había algo que compartía esa heterogénea muchedumbre era la soledad: una soledad penetrante, ineludible y sofocante. Pero el protocolo de los aeropuertos hacía que cada pasajero se mantuviese alejado de todos los demás. Mejor estar solo que asociarse con el resto, lo cual inevitablemente significaba escuchar las quejas de compañeros de viaje tristes y desanimados.
El hecho era que había más pasajeros que asientos disponibles en cualquiera de los aviones. Cuando alguno que otro avión lograba partir, eran más los pasajeros que no subían que los que lograban embarcarse. Las palabras “En espera”, “Reserva confirmada” y “Pasajero de primera clase” establecían prioridades y hablaban de dinero, poder, influencia y previsión, o bien de la falta de esas cosas.
La Puerta 67 de Atlanta era un microcosmos del enorme aeropuerto. Aunque no era más que una pequeña sala rodeada de vidrio, estaba atestada de viajeros que esperaban volar a Nueva Orleans, Dallas y otros lugares del oeste. Excepto los pocos afortunados que viajaban de a dos, había pocas conversaciones en la Puerta 67. Un vendedor miraba distraído al vacío, como resignado. Una joven madre acunaba a un bebé en sus brazos, meciéndolo con ternura en un esfuerzo vano por calmar el leve llorisqueo.
También había un hombre vestido con un muy buen traje de franela hecho a medida, a quien parecía no afectarle el sufrimiento colectivo. Su actitud parecía un tanto indiferente. Estaba absorto en papeles del trabajo: calculando las ganancias de fin de año de la empresa, quizá. Algún viajero crispado por los nervios, al observar a este hombre ocupado, podría haberlo comparado con Ebenezer Scrooge.
De pronto, el silencio relativo fue interrumpido por un alboroto. Un joven, de no más de 19 años, con uniforme militar, estaba teniendo una conversación un tanto fuerte con el empleado del mostrador. El joven tenía un pasaje de baja prioridad y le estaba pidiendo al empleado que lo ayudara a llegar a Nueva Orleans para poder tomar el autobús que lo llevara a la oscura aldea de Luisiana que era su hogar.
El empleado, ya cansado, le dijo que las posibilidades no eran muchas por las siguientes 24 horas o más. El joven estaba cada vez más desesperado. Inmediatamente después de Navidad, enviarían a su unidad a Vietnam ---donde estaban en guerra en ese momento--- y, si no tomaba el siguiente vuelo, quizá nunca volvería a pasar la Navidad en su casa. Hasta el hombre de negocios levantó la mirada de sus cálculos enigmáticos para mostrar un interés comedido. Era evidente que el empleado estaba conmovido, e incluso algo avergonzado. Pero sólo podía ofrecerle empatía, no esperanza. El joven se quedó en el mostrador, recorriendo ansiosamente con la mirada la abarrotada sala, como si buscara un rostro amigable.
Finalmente, el empleado anunció que el vuelo estaba listo para que embarcaran. Los viajeros, que habían estado esperando largas horas se levantaron con gran esfuerzo, recogieron sus pertenencias y se dirigieron arrastrando lo pies por el pequeño pasillo hasta el avión que esperaba: veinte, treinta, cien… hasta que no quedaron más asientos. El empleado se volvió al desesperado joven soldado y se encogió de hombros.
Inexplicablemente, el hombre de negocios se había quedado rezagado. Dio un paso al frente. “Yo tengo un pasaje confirmado”, le dijo en voz baja al empleado. “Me gustaría darle mi asiento a este joven”. El empleado se quedó mirándolo, sin poder creerlo, y le hizo una seña al soldado. Sin poder pronunciar palabra y con lágrimas corriéndole por las mejillas, el jovencito de uniforme militar le dio un apretón de manos al hombre de traje de franela gris, quien sencillamente dijo entre dientes: “Buena suerte. Que pases una linda Navidad. Buena suerte”.
Al cerrarse la puerta del avión y aumentar el ruido de los motores, el hombre de negocios se dio vuelta, tomó su maletín y, trabajosamente, se dirigió hacia el restaurante que estaba abierto las 24 horas.
Sólo unos pocos, de los miles varados en el aeropuerto de Atlanta, presenciaron el drama de la Puerta 67. Pero, para quienes lo presenciaron, el resentimiento, la frustración y la hostilidad--- todo se convirtió en resplandor. El acto de amor y bondad entre desconocidos había llevado el espíritu de la Navidad a sus corazones.
Las luces del avión que partía centelleaban, como estrellas, mientras el avión se dirigía hacia la oscuridad. El bebé dormía en silencio sobre el regazo de la joven madre. Quizá otro vuelo saldría antes de que pasaran muchas horas más. Pero quienes habían presenciado el intercambio ya no estaban tan impacientes. De manera suave, pero que todo lo inundaba, el brillo perduraba en aquel pequeño establo de vidrio y plástico de la Puerta 672.
Mis hermanos y hermanas, el verdadero gozo de esta época no lo encontramos en las corridas ni la prisa por lograr hacer más, ni al comprar regalos obligatorios. El gozo real viene al mostrar el amor y la compasión que nos inspira el Salvador del Mundo, que dijo: “En cuanto lo hicisteis a uno de éstos… más pequeños, a mí lo hicisteis”.
En esta época gozosa, olvidemos las discordias personales y sanemos los rencores. Que el disfrutar del gozo de la época incluya el recordar a los necesitados y afligidos. Que nuestro perdón llegue a los que nos han hecho mal, tal como nosotros esperamos ser perdonados. Que nuestro corazón esté lleno de bondad y que el amor prevalezca en nuestro hogar.
Al pensar en cómo usaremos nuestro dinero para comprar regalos durante esta época festiva, planeemos también cómo usaremos nuestro tiempo a fin de ayudar a llevar el verdadero espíritu de la Navidad a la vida de otras personas.
El Salvador dio a todos libremente y sus obsequios fueron de un valor inconmensurable. Mediante Su ministerio, bendijo a los enfermos, devolvió la vista a los ciegos, hizo que los sordos pudieran oír, y que los mancos y cojos caminaran. Hizo puro lo impuro, devolvió el aliento a los que no tenían vida, dio esperanza a los que estaban desesperados e iluminó la oscuridad.
Él nos dio Su amor, Su servicio y Su vida.
¿Cuál es el espíritu que sentimos en la Navidad? Es Su espíritu: el espíritu de Cristo.
Oh, cuán inmenso el amor que nuestro Dios mostró
Al enviar un Salvador; Su Hijo nos mandó.
Aunque Su nacimiento pasó sin atención,
Aún lo puede recibir el manso corazón.
Con el amor puro de Cristo, sigamos Sus pasos al acercarnos a la época en que celebramos Su nacimiento. Al hacerlo, recordemos que Él aún salva vidas y sigue siendo “la luz del mundo”, quien prometió que “el que me sigue no andará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida”.
A cada uno de ustedes, mis hermanos y hermanas, les extiendo mi amor y mi bendición. Que tengan una hermosa Navidad. Que haya amor, bondad y paz en su corazón y en su hogar. Que los corazones de aquellos que estén apesadumbrados se eleven con la curación que sólo viene de Él, el que consuela y brinda seguridad.
Con el espíritu de Cristo en nuestra vida, tendremos buena voluntad y amor hacia toda la humanidad, no sólo durante esta época, sino también durante todo el año.
Ruego que tengamos esos sentimientos y esa bendición, en el nombre de Jesucristo, nuestro Salvador y Redentor. Amén.
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