EXTENDAMOS UNA MANO AL PENITENTE
Es muy difícil que quienes nunca hayan pasado por una situación tal lleguen a comprender plenamente el trauma que experimentan quienes son suspendidos o excomulgados de la Iglesia. "Lo que sentí fue horrible", dijo un hombre, "pero sabía que era la voluntad del Señor. Pude percibir el espíritu de interés entre los hermanos presentes cuando se me dio a conocer la decisión del consejo. Sólo sentí amor y compasión". Pese a ello, el dolor es difícil de sobrellevar. "Lleno de angustia y pesar", dijo, "lloré, oré, pasé noches enteras en vela aterrorizado por la idea de que llegara a perder a mi esposa y mis hijos para siempre. Aun cuando me mantuve en contacto regular con mi obispo, me sentía solo, muchas veces presa de un sentimiento de rebeldía y al mismo tiempo de culpa por ser rebelde. "Al mirar hacia atrás ahora, comprendo que, pese a haber sido terriblemente difícil, fue necesario que pasara por todos esos desafíos personales. Todo el proceso fue una gran bendición para mí. El arrepentimiento es algo que cada uno debe encontrar por sí mismo con el paso del tiempo". Otra persona que fue excomulgada explicó su sentir de esta manera: "El progreso eterno es una bendición enorme. Es como nadar en un río en el cual la meta es alcanzar la cabecera. Lo importante del progreso no es dónde uno se encuentre en el río sino que esté nadando río arriba. Después de haber caído tanto como consecuencia de mis faltas, me hace sentir bien el verme liberado del peso del pecado y poder nadar hacia la cabecera espiritual otra vez". Los amigos y la familia son vitalmente importantes para la persona que batalla por regresar a las vías del Evangelio. Quienes rodean a tal persona deben refrenarse de juzgar y deben hacer todo cuanto esté de su parte por demostrar amor. El Señor ha mandado: "Por tanto, os digo que debéis perdonaros los unos a los otros; pues el que no perdona las ofensas de su hermano, queda condenado ante el Señor, porque en él permanece el mayor pecado. Yo, el Señor, perdonaré a quien sea mi voluntad perdonar, mas a vosotros os es requerido perdonar a todos los hombres" (D&C 64:9-10). Una hermana que había sido presidenta de la Sociedad de Socorro nos cuenta del amor y el apoyo que recibió a lo largo de un doloroso período en que le fueron suspendidos sus derechos de miembro: "Cuando los hermanos del obispado me escucharon, pude sentir un amor que nunca había sentido antes. Todos lloraron conmigo". A pesar de que, al principio, sintió como si el corazón "fuera a quebrarse en miles de pedazos", al día siguiente le invadió un espíritu de consuelo y comprendió que no sería abandonada. Una de las cosas más difíciles para ella fue ir a las reuniones de la Iglesia al domingo siguiente, aun cuando resultó mucho más fácil de lo que había pensado. El obispo se tomó el tiempo de recibirla y darle la bienvenida. Con y sin palabras, los miembros del obispado, quienes habían participado en el consejo, expresaron su amor e interés. Nadie más estaba enterado de la situación. "No hubo la más mínima señal de falta de respeto", dijo ella. Con el transcurso de las semanas y de los meses, se dio cuenta de que su dolor y sufrimiento, de hecho, la estaban ayudando en el proceso de purificación. Lo que es más, ese dolor y ese sufrimiento constituían un elemento imprescindible en dicho proceso. Y el dolor que su familia experimentó se vio en parte aliviado gracias a la bondad y la consideración demostrada por otras personas. Con agonía ella reconoce: "Todo miembro de la Iglesia debe comprender que también él o ella es capaz de pecar. ¡Cuán grande el precio que he pagado por engañarme a mí misma en cuanto a lo que estaba haciendo!".
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